El Conde

Pablo Larraín es uno de los cineastas chilenos más prolíficos y de filmografía más variada de los últimos años. Su obra contiene tanto retratos de personajes especiales como Tony Manero (2008) o Ema (2019), como situaciones de la historia de su país No (2012), El Club (2015) o Neruda (2016). E incluso ha trabajado en Hollywood haciendo dos retratos de personajes femeninos icónicos con Jackie (2016) sobre Jackie Kennedy y Spencer (2021) sobre la princesa Diana de Gales.

En esta ocasión El Conde, definida por él mismo como una sátira sobre Augusto Pinochet, vendría a ser su película más atípica en la que juega con elementos del cine de terror (tanto clásico como gore) y con la comedia satífica.

Presentada en blanco y negro, para darle una estética entre gótica y expresionista, El Conde se centra en la premisa de que el general Augusto Pinochet, quien dio un golpe de estado y se convirtió en dictador de Chile por casi 20 años, es en realidad un vampiro que sobrepasa el cuarto de milenio, y que fingió su muerte en el 2006 para poder seguir bebiendo sangre sin problemas en un país que ya no lo quería.

La metáfora de un Pinochet vampiro era una buena idea en el papel, que se podía explotar de muchas formas, por ejemplo incidiendo más en lo histórico (que solo se menciona) o acentuando el terror de la trama vampiresca, para darle un matiz mucho más misterioso, en lugar de limitarse en frías ejecuciones gore, de las que muy pocos apenas se extrañan.



Larraín escoge en cambio el camino de la sátira pura, con unos personajes que no son sino caricaturas y que arrancan alguna que otra sonrisa sin llegar a hacernos reír del todo. Los personajes más interesantes: la monja exorcista (Luisa Luchtsinger) y el mayodormo ruso (Alfredo Castro), son los que mejor funcionan, la primera para ayudar a desvelar/recordar todos los crímenes y corrupción de Pinochet y el segundo porque en su dimensión servil es el que tiene las mejores líneas, pero hasta allí no más quedan.

La voz en off en inglés británico con el que inicia la película, que también tiene algunas líneas graciosas, lamentablemente también termina por cansar rápidamente y aunque al final con una sorpresa explican el porqué de su presencia, llega ya muy tarde para levantar una película que se desinfló ya varios minutos antes.

Larraín ridiculiza en extremo al a familia de Pinochet y tampoco deja muy bien parada a la Iglesia Católica, pero parece contentarse con eso cuando pudo lograr mucho más.

Sin llegar a ser mala, esta sátira de Larraín, se ubica en el punto más bajo de su filmografía (hasta donde hemos podido ver), pero seguramente luego de este traspiés, se resarcirá con un trabajo interesante más adelante.

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