El Brutalista
Lo primero que podríamos decir de El Brutalista es que no es un biopic convencional. Es más, tampoco es seguro que sea un biopic: desde los primeros planos del film ya se puede intuir que se trata de una película en que más que los hechos y obras que han ocurrido en la vida de una persona, lo que importa acá son las sensaciones, las interioridades y los tormentos que sufre el protagonista.
Para ello se vale de una cámara muy móvil (fotografía de Lol Crawley) que sigue de manera muy cercana al protagonista Laszlo Toth y logra planos extraños como aquel de la Estatua de la Libertad invertida, o que prácticamente le respira al cuello de los personajes como aquella incómoda escena en Filadelfia, cuando Laszlo celebra con su primo Attila y su esposa Audrey.
Estas sensaciones de ahogo e incomodidad se acentúan todavía más gracias a la música de Daniel Blumberg, la cual parece haber sido diseñada para irritar y aturdir al espectador en esos momentos precisos. Aunque también tiene otros momentos de grandilocuencia wagneriana, como el final del segundo acto.
La película que sigue el orden clásico de los llamados roadshows (programas de salas de cine a fines de los años cincuenta de la década pasada) con introducción, parte1, parte 2, epílogo y un intermedio de 15 minutos, y además está filmada en el antiguo formato VistaVisión, pretende que el espectador se sitúe en la época de la posguerra, cuando muchos inmigrantes europeos (entre ellos judíos), llegaron a los Estados Unidos intentanto rehacer su vida.
Uno de estos inmigrantes es justamente el mencionado Laszlo Toth, un ficticio arquitecto judío egresado de la famosa escuela alemana de arquitectura Bauhaus (aunque algunos han encontrado algunas similitudes con un egresado real de esa escuela Marcel Breuer, especialmente por la silla inicial para la mueblería); quien llega primero a Filadelfia para trabajar con Attila, el primo de su esposa, quien le comunica que ella está viva.
Hay que aclarar que el título hace referencia a una escuela de la Arquitectura surgida en Europa central y que se caracterizaba por grandes obras pero sin ornamentos, al contrario mostrando los elementos de construcción "en bruto", de alli el nombre.
Volviendo a Toth, luego de un trabajo fallido para el engreído hijo de un millonario de apellido Van Buren, por el que es prácticamente arrojado de la casa de Attila y tiene que vivir en alojamiento de caridad, Toth se encuentra por fin con la suerte (o al menos así parece), cuando el mismo Van Buren lo va a buscar luego de darse cuenta quién es él, se disculpa y le ofrece construir una enorme obra junto a su mansión de campo, en memoria de su fallecida madre.
Pero como dijimos al comienzo este no es un biopic, aunque tenga su envoltura. Esta escena no es el momento en el que Toth se encuentra con la posibilidad de cumplir su versión del sueño americano pues lo que el director nos muestra de allí en adelante (el segundo acto), es más bien su la concreción de su pesadilla americana, a pesar que gracias a su relación con Van Buren, podrá traer a su esposa Erzsebet y a su sobrina Szofia de vuelta.
Lo que ocurre es Laszlo es un ser humano roto. Los años en el campo de concentración de Buchenwald lo destrozaron. Sobrevivió, pero prácticamente está agonizando por dentro; es por eso que ni bien pisa un pie en América términa yendo a lugares míseros, ruines, sórdidos, sordidez por cierto que el director se empeña en retratar a fondo.
Para ayudarse a sobrevivir, Toth se ha convertido en un heroinomano incapaz de rehabilitarse, lo cual unido a ola enorme cantidad de cigarrillos que consume, lo convierten casi en un zombi vicioso, al que solo le quedan sus sueños de diseñar, construir y dejar algo para la posteridad. Ni siquiera la llegada de su esposa y su sobrina parecen ayudarle, si bien está feliz por su regreso, es incapaz de reiniciar la relación que tenía con ella antes de la guerra.
Para colmo su relación con Van Buren se complica cada vez más, de empleador y mecenas, pasa a literalmente a poseerlo, y esto se grafica de manera grotesca en una secuencia donde paradógicamente está lo más hermoso visualmente en la película (la visita a la cantera de los mármoles de Carrara, fenomenal en Vistavisión), pero a la que sigue una noche alcohol y drogas, donde Van Buren luego de recriminar duramente a un alcoholizado y desvalido Toth, abusa de él. Aunque es más un abuso metafórico (el capitalismo apoderandose del arte) y la escena no entra en detalles, no deja de ser chocante.
Aunque en el epílogo, que tiene lugar casi 20 años después, se le brinda a Toth algo del reconocimiento que merece, él ha terminado por convertirse en el zombi que se anunciaba antes, sentado en una silla de ruedas y con apenas la posibilidad de balbucear algún sonido.
Brad Corbet, un actor convertido en director, logra con esta película su obra más ambiciosa, y probablemente consagratoria, pero en más de algún momento está a punto de sucumbir por esa grandilocuencia, como ocurría con Megalopólis (2024) de Coppola.
La película obviamente no sería lo que es sin la actuación de Adrien Brody, quien sabe exteriorizar los demonios internos que devoran al personaje, así como dotarlo de cierta dignidad a pesar de todo lo que sufre.
Pero destaca particularmente el australiano Guy Pearce, quien compone a un Harrison Van Buren en toda su complejidad: un rico industrial que sin embargo tiene cierta sensibilidad por el arte, pero que al mismo tiempo envidia a los artistas porque sabe que él nunca podra ser uno de ellos. El personaje representa además un doble reto porque es un arquetipo, una representación de ese capitalismo norteamericano (ahora tan patente) que cree que todo se puede comprar.
Es muy probable que la película se lleve algún par de estatuillas, entre ellas las de mejor actor y mejor actor de reparto, pero no la de mejor director. Habrá que esperar el siguiente trabajo de Corbet, para ver si llega convertirse en un cineasta a reconocer o alguien que solo busca provocar.
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